Faltaba un día para irme. Me tomé la semana entera para mi. Estaba cansado, extenuado de años sin descanso. De trabajar y lidiar con las vida misma. A veces injustamente cuesta arriba y otras, molestas como un día normal. Me subí a un micro y me fui. Elegí ese pueblito porque un amigo que iba seguido me habló de paz, tranquilidad, paisaje y otras cualidades que ESE yo, no retuvo. Estaba prendido pero no grabando.
Me hospedé en un Hotel familiar de pocas habitaciones, y muy lindo. Gerardo, el dueño, todos los mediodías prendía un fuego en la parrilla y por una suma irrisoria, podías comer algo distinto , pero a las brasas. Pase toda la semana yendo y viniendo por el pueblo. Sacando fotos de acá y de allá. Tomando mate mientras paseaba, durmiendo siestas divinas, conociendo personajes pintorescos propios del pueblo. Un par de veces, a la noche, me iba al costado de las vías abandonadas. En otros tiempos, seguramente ese tren llevaba y traía, gente y cosa, de pueblo en pueblo. Ahora, solo era testigo de los animales y de los solitarios que se hacían fogatas mientras pensaban en nada. Me relaja mucho prender un buen fuego, aún en verano. Puntualmente, había una callecita en el pueblo, mas bien diría era un fenómeno que ocurría sólo en dos cuadras de una misma calle en realidad, que me llamo la atención que tenga banquitos en la vereda. Como si la vereda fuese una plaza. Cada 15 o 20 metros, había un banquito casi sobre el cordón. Habría alguien que precise descansar, por caminar un pueblito?. Quizás si.
Ese ante último día, me senté en uno de estos bancos. De espaldas a una casa blanca llena de arboles y plantas, en diagonal a un puentecito por donde pasaba el tren. Miraba lo que serían unas tres o cuatro fotos de mi cámara. Miraba a donde ya me había llevado esa imagen. El puente, con el arroyito abajo, las vías, los árboles. Formaban una imagen muy relajante. Casi sin tiempo. Y justo en eso pensaba. En el tiempo. Por qué tengo tan poco tiempo? Por qué siento que siempre estoy apurado? Por qué me doy cuenta de los momentos, siempre después? Por que disfruto al recordar y no en el momento?. Me preguntaba a mi mismo, sin poder responderme sinceramente ni estas ni otras preguntas. Este viaje creo, fue para tener el tiempo de mi lado. Moverme a mi ritmo. Disfrutar en vivo y en directo. De todo. Y estaba sentadito en ese banco, mirando esa foto real, decidiendo como iba a tomarme el tiempo al volver a mi vida. O bien, como hacer para no volver a esa esclavitud temporal auto infligida. Irónicamente, miré mi reloj. Eran las 11:53 hs. Empezaba a tener hambre pero aún faltaba un ratito para el mediodía. Había desayunado temprano. Mis manos nuevamente entrelazadas descansaban sobre mis piernas, estaba listo para seguir metido en mis preguntas, cuando una voz, atrás mío, me invitó a darme vuelta: "Estas perdido muchacho?".
La señora que me habló, debería tener algo así como 70 años. Poco más o poco menos. La tonada en la pregunta me dio a entender que era oriunda y nativa de ese lugar. Le dije que no. Que me gustaba la imagen del puente. Y que simplemente estaba conversando en silencio conmigo mismo. Se rió. Me dijo que era muy sano conversar con uno mismo. A veces las respuestas correctas están adentro, no afuera. En un ágil movimiento, abrió la puertita de madera, caminó hacia mí mientras yo me paraba, levantó la mano como un cacique y me saludó. Soy Ana, se presentó. Y no paraba de sonreír. Muy a mi manera me presenté, me identifiqué como vacacionante en el pueblo, y nuevamente comenté mi situación. "Sentado y pensando sra. Ana" le dije devolviendo la sonrisa. Ella me invitó a pasar. Qué si quería sacar fotos, su jardín brindaba hermosas vistas y muchos colores. Y si me interesaba, me mostraría sus fotos. Ella también amaba la fotografía. Las que ella sacó de joven eran su principal tesoro, dijo. Y si, entré. Así como ella no debe de haber sentido nada peligroso en mí, juro que nada en la Sra. Ana me había parecido raro. De hecho se sentía como la casa de un amigo o de un pariente. No tenía planes, y un poco de roce autóctono me venía bien. La tranquilidad me hizo mas sociable que de costumbre.
La casita estaba en el medio del lote. Rodeada de un prolijo jardín. En el fondo había varios arboles y una huerta. De esos arboles colgaban frutas. No en todos, ya qué identifiqué un árbol de duraznos, y se veía como que le faltaba un tiempo. Imagine fruteras en la mesa y mermeladas en invierno. Y no me equivoqué. El tour de ese mini ecosistema, finalizó en la cocina de la Sra Ana. Que agradable señora. Me sentía ávido de escucharla. Cada árbol, cada planta, cada rincón de ese jardín, tenía una historia. Siempre de cuando era pequeña. No imagino esa parcela sin ese jardín. A veces, cuando desviaba la mirada de todo ese verde, para seguir la historia que la Sra. Ana me contaba, me daba la impresión que ese parque arbolado, era un bosque. E inmenso. Ni bien se me formaba esa idea, volvía a mirar esos arboles y volvía a materializarse el alambrado, y el campito de la casa de atrás.
Me llevó hacia la casa. Cuando entré a la cocina, los olores a festín, me lavaron la cara. Era el olor a la casa de mi abuela. Era el olor de la cocina de corazón, de esa que se prepara para alimentar el alma. Como intuyendo que tenía sed, la Sra. Ana me sirvió un vaso de limonada fresca, ¨ del árbol de limones que da la mejor sombra en verano, que jamás haya dado algún otro árbol en el mundo ¨ me dijo sonriendo. Hacía calor, y la verdad, que mientras miraba el puentecito, no me había dado cuenta. La sra. Ana movió un par de cosas en la vieja y usada bajo mesada, se oyeron cacerolas correrse y caerse, y un quejido típico, lo que buscaba estaba caído atrás; se ató un delantal a la cintura, y de frente a mí me dijo, sosteniendo un sarten viejo y usado: "Imagino que tiene hambre también, y no se va a ir de acá sin probar mis milanesas". Yo no sabía si reír o llorar. Me dio alegría y nostalgia. No acordarme de mi abuela, era imposible. Me estaba acordando del olor a perejil en su cocina cuando era chico, y justo me viene a ofrecer milanesas. Mi sonrisa y mi cuello, dijeron que si. Me sentí nieto prestado, pero feliz.
Milanesas con puré de papas. Mientras cada bocado maridaba con una sonrisa en mi rostro, escuchaba las historias sobre su infancia en el pueblo y su familia. Me hubiese gustado compartir alguna de esas navidades de antaño ahí. En un lugar así, entre la familia y los amigos del pueblo, comer en la calle, familias enteras; jugar, bailar y divertirse rodeado de esa paz. Muy familiar. Casi me sentía estar presenciando cada anécdota. Me sentía allí. Y nuevamente, volví a sentir cómo cuando iba a pasar los fines de semana a la casa de mi abuela, me sentaba a escucharla contar las historias de siempre, plato de algo casero de por medio. Y las milanesas. Juraría que eran IGUALES a las que me preparaba mi abuela. O al menos, a lo que podía recordar. Inclusive el puré. Pensaba en esto a cada bocado. Idénticas. Como si me estuviese leyendo la mente, me dijo de manera cómplice, ¨ intenté hacerlas igualitas a las de tu abuela, no se si me salieron bien ¨. Sin dudarlo le dije que si. Tres veces dije si. Me sorprendió, justo que pensaba en eso. Sentía y casi veía, como si estuviese mirandome parado frente a un espejo, que tenía la mirada aniñada, casi tímida en ese momento, y desconcertada. Eso le debe de haber causado mucha gracia. La sra. Ana tiró la cabeza hacia atrás como si el cuello hubiese dejado de cumplir la función de sostener la cabeza, y soltó una carcajada hermosa. Cálida. Y yo también me empecé a reír, contento. Hacía mucho tiempo que no sentía esa libertad de poder reírme sin tener en la cabeza un solo pensamiento que sea eco de la responsabilidad diaria de ser adulto. Sin estar pensando en cuentas que pagar, proyectos por venir, en la seguridad y bienestar de mis seres queridos, etc. Me sentía feliz y cómodo; aún cuando una parte mía me preguntaba si nos habían leído la mente o solo era un parecer.
Mientras me sacaba la servilleta de mi regazo, me encontré con la mirada tierna de la sra. Ana, clavada en la mía. Inquisitiva pero no violenta. Como si estuviese leyendo una etiqueta que tenía pegada entre los ojos. Y sin que pudiese siquiera respirar, me dijo: ¨Siempre apurado, usted. Aprendió algo de este lugar?¨. Me quedé en silencio. Cómodo silencio. Ella tenía razón. En definitiva estaba en el pueblo por ese mismo motivo. No recordaba haberle contado realmente el motivo de mi escapada. De hecho, no recuerdo haberle contado mucho de mí. Fui un gran oyente. Una buena audiencia de excelentes historias, y un comensal feliz de una comida sin tiempo. Y le respondí con la verdad. Fue una semana muy relajada, donde pude disfrutar del silencio. Donde pude pensar sin apuro. Y si, me sentía bien. Por primera vez en mucho tiempo, no estaba apurado. Y fue ahí, cuando la sra. Ana me dijo algo que mas tarde, no me iba a poder olvidar nunca más. ¨ Lo único que no vas a dominar nunca, es el tiempo que perdes. Por mas que te apures, el tiempo pasa igual para todos. No disfrutas un momento, porque estas planeando el próximo. Cuando vos estés dispuesto a disfrutar del tiempo en que vivís, vas a poder hacer con el tiempo lo que vos quieras ¨
Tenía razón. Últimamente, siempre tenia algo que hacer. Últimamente, en las últimas décadas.
Me quedé un rato mas, no sin antes, habernos sentado en el jardín, bajo la sombra del famoso limonero, a ver sus fotos. Fotos de su familia, del pueblo, paisajes, de su niñez, de sus hijos, de su marido, amigos, vacaciones, etc. Lo mas sorprendente, era que en todas las fotos, toda la gente reía. Había fotos de bautismos, casamientos, cumpleaños. Todas, con gente feliz. Y de cada tanto en tanto, me hacía hincapié en ser felices a cada momento. Que disfrutaban cada juntada. Cada visita. Y yo asentía con la cabeza, deseando poder sentir y vivir así. Poder estar, sin medir cuanto tiempo. De ir y venir, sin tener una agenda. Me iba a obligar, al llegar a mi casa, a que mínimamente, una vez por semana, me lo iba a regalar para mí o para los míos. Ya sea para estar solo sin hacer nada, o para ir a visitar a mis afectos. A los que había dejado fuera de mi agenda vertiginosa, o no se habían podido adecuar a mis ¨ tiempos ¨. Un estúpido. Pero bueno, pasar la tarde ahí, seguro de algo bueno me tenía que servir.
Ya estaba entrada la tarde. La sombra del limonero entraba en la cocina. Miré la cocina por última vez. La sra. Ana me acompaño a la salida, hasta la puertita de madera blanca. Y antes de permitirme salir, me abrazó. Lejos de parecerme una invasión a mi espacio personal, también la abracé. Con la misma fuerza que abrazaba a mi abuela cuando llegaba a su casa o a mi mamá, cuando salía del colegio y la veía parada en la esquina. Como si esa sra. fuese familia, o amiga. O alguien que conocía de hace mucho y a quién le tenía un cariño especial. Me alejé caminando. Me dí vuelta dos veces. La primera vez, encontré a la sra. Ana saludándome también. Miré hacia el puente y seguí caminando. Cuando volví a girar, la sra. Ana ya no estaba. Y desde donde estaba parado, tampoco veía el banquito en la puerta de su casa. Pero algo más me llamó la atención.
Cinco minutos mas tarde, estaba entrando a la hostería de Gerardo. No me había olvidado de que debía estar menos atado a mi reloj o a mi celular. Pero, verlo a Gerardo de espaldas, atendiendo el fuego de la parrilla; y si a eso le sumamos que desde que estaba sentado en el banquito mirando el puente, no había vuelto a chequear mi reloj; me urgió la necesidad de saber que hora era.
12:45 hs
Imposible!, exclamé.
Gerardo, cuando me escuchó que entraba al patio donde tenía la parrilla, se dio vuelta limpiando sus manos con un trapo. Me miró y sonriendo dijo: ¨Que pasa? Vio un fantasma? Espero que no le haya sacado el hambre, porque estoy terminando de hacer un matambrito a la pizza que se va a chupar los dedos ¨. Sentía mi boca abierta. El mentón casi rozando el pecho. Y volví a mirar el reloj.
12:45 hs.
Y me acordé, de la sra Ana, las milanesas, y del tiempo.
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